MI RINCÓN...
Unas cuantas letras, convertidas en sentimientos, salen de mi interior sin ningún otro fin que el de convertirse en historias, sólo mías, que a veces consiguen empatizar con otros seres, o conmigo misma, para que, desde otra perspectiva, sea capaz de entender por qué suceden las cosas... para verme desde otro plano, desde otra voz, y sobre todo, para compartirlas con quien entiende por qué escribo.
17 de marzo de 2013
Silencio.
14 de diciembre de 2011
Felices 49...
Sí, ya sé que suena raro. No hace falta que pongas esa cara... Soy así, ¡qué le voy a hacer! Tú tienes parte de culpa: eres tú quien, junto con mamá, me ha traído a este mundo. Y quien me ha enseñado muchas cosas. Algunas me las fuiste diciendo poco a poco, aunque fueran sólo ocho años, pero dan para mucho, créeme. Otras, muchas de ellas, las llevo en la sangre, que es tu sangre... Y otras tantas en mis genes, en mi propio ser. Tú ya no estás, es evidente. Y, por lo tanto, has dejado de cumplir años hace muchos, exactamente dieciséis. Pero para mí –y para todos nosotros- sigues bien presente en nuestra memoria, en nuestras vidas. Creo que no soy la única que se plantea tantas veces cómo sería todo si estuvieras aquí, y creo que todos sabemos la respuesta. Por eso todos seguimos estando cojos, cada uno de una parte, y todos sentimos ese hueco inmenso que has dejado y que nada, ni siquiera el tiempo, es capaz de ocupar.
Por ello no puedo evitar que pase un sólo día sin que estés presente para mí. Y hoy con más razón. Aunque me duela, aunque ese hueco hoy me parezca infinito... más infinito que cualquier otro día.
Si estuvieras aquí, el día de hoy sería muy diferente. Y como no estás, y porque yo soy una parte de ti, me veo con el derecho de dedicarte estas letras. Sé lo que habrías querido: que estemos alegres, disfrutando cada momento; pero las cosas han cambiado mucho desde que no estás, y eso se hace muy difícil... Quizá porque tú eras el único de todos con el don de hacer fácil lo difícil...
Pero te prometo que hoy voy a ser feliz. Y voy a intentar que todos lo sean. Hay por ahí alguno que afirma que la felicidad no existe, pero yo sé que cuando lea esto va a sonreír: sólo con recordarte, con evocar tu sonrisa, su alma, por una vez después de tantos años, se va a iluminar. Y así será como si estuvieras tú aquí, con cada uno de nosotros, aunque sólo sea un instante.
Se me hace duro pensar que no te veré más, pero me tranquiliza saber que, de vez en cuando, mientras duermo, tú despiertas de tu profundo sueño para hacerme una visita, y eso me llena de fuerzas para seguir sonriendo, cada día.
Gracias por darme ánimos, un año más, desde tan lejos.
¡FELICES 49!3 de diciembre de 2011
El momento...
Era martes. Desperté, como cualquier día. En cualquier lugar, menos en mi casa. Con cualquier persona, menos con mis padres. Esta vez, Ana estaba conmigo. Era mi prima, pero yo la tenía como a una hermana, y no una hermana cualquiera, sino mi hermana gemela. Las dos teníamos casi nueve años, íbamos juntas al colegio, teníamos los mismos amigos, nos peleábamos casi a diario, aunque la pelea durara cinco minutos. Incluso, a veces, nos vestían igual… La única diferencia es que cada una teníamos unos padres diferentes. Y que yo no veía al mío casi nunca. Estaba en el hospital, y yo siempre iba de un lugar a otro, para que me cuidaran mientras mi madre le cuidaba a él.
Ese martes las dos nos despertamos en casa de Inés, una prima de nuestras madres. A veces, a Ana le dejaban que durmiera conmigo allí donde yo fuese. Quizá para que no me sintiera tan sola.
Ana se encontraba mal. Cuando vino Inés a despertarnos para llevarnos al colegio, se dio cuenta. Ana tenía mala cara, pero peor era la de Inés. Parecía que no sabía qué decirle a Ana, o qué hacer con ella. Le puso el termómetro, tenía unas décimas, pero no mucho. Y le dolía la garganta.
-Ana, si quieres, hoy no vayas al cole, a ver si te vas a encontrar peor. Te quedas, y descansas- dijo Inés.
-Inés -dije yo-, y si Ana no va al cole, yo tengo que ir, ¿verdad?- la miraba con cara triste, para darle pena y que me dijera que podía quedarme con ella.
Pero antes de que me pudiera contestar, sonó el teléfono. Hablaba en voz baja, como si no quisiera que nadie oyera lo que estaba diciendo. Yo estaba preocupada por Ana, pero más por mí, no quería irme sin ella, me parecía injusto que ella se quedara y yo no. Yo también quería ponerme mala.
-Mara-, dijo Inés desde la cocina- ven. Es tu madre, quiere que te pongas.
Fui corriendo, con alegría porque estuviera mi madre al otro lado del teléfono. A ver si a ella la convencía, y me quedaba a cuidar de Ana.
Mi madre tenía voz de cansada, como siempre. Me alegré doblemente cuando me dijo que iban a buscarnos a la dos nuestras madres, y que yo podía quedarme con Ana. No entendía nada. ¿Por qué me dejaban no ir al cole? Era lo que yo quería, pero yo sabía que estaba mal faltar porque sí.
Cuando sonó el timbre de casa de Inés, Ana y yo estábamos haciendo un dibujo a mi padre. El de Ana era más bonito, como siempre: una casa, perfectamente dibujada, con su tejado rojo, sus ventanas, su balcón con flores… Césped alrededor de la verja de la casa, y dos niñas con un ramo de flores cada una en la entrada. En la ventana había un hombre asomado, como sonriendo.
Yo era más simple, se me daba fatal dibujar: calqué un Snoopy que había en un estuche, y lo rodeé con un círculo de colores, como el arcoíris. Puse su nombre en letras gordas, cada una de un color: ÓSCAR. La fecha, en rojo, arriba de todo: 4-4-1995. Detrás, le escribí una especie de carta: “Papaíto, te quiero más que a nadie y me encantaría verte o por lo menos hablar contigo por teléfono. Te hago este dibujo para que sepas cuánto te quiero. Lo he hecho con todo mi cariño y me parece que es el dibujo más bonito de todos los que he hecho. Bueno, te dejo porque estoy cuidando a Ana, que está mala. Adiós papaíto, te quiero.”
Nada más ver a nuestras madres, nos hicieron recoger nuestras cosas, y nos fuimos. Ana parecía encontrarse mejor. Empezamos a caminar las dos de la mano. Me retó a una carrera, a ver quién llegaba antes al final de la acera, y esta vez, gané yo. Pero sólo porque Ana no estaba bien del todo. Siempre me ganaba corriendo. Además, tenía ventaja, era más alta que yo. Mi madre me cogió de la mano, y empezamos a caminar como en una procesión.
El camino a casa se hizo lento, eterno. Seguíamos caminando, calladas. Mi madre y yo de la mano, delante. Ana y Cele, mi tía, detrás. Miraba a mi madre, con su trenza perfecta, sin maquillar esta vez, pero con el traje de trabajar. Ella no me miraba a mí. Sólo caminaba, con la cabeza agachada. Me apretaba fuerte la mano. No hablamos nada. Sólo recuerdo que yo iba dándole vueltas al misterio. Seguro que mi padre está en casa, y me quieren dar una sorpresa, como la otra vez, pensé. Recordaba su sonrisa al verme, con su bata blanca de andar por casa, sentado en el sofá. Y el ratón que se coló en casa. Cuando lo vimos, todos gritamos. Corrimos a la cocina, donde estaba el ratón, corriendo para meterse por el agujero que había en la tubería del lavabo, huyendo de nosotros. Y las risas de después, al ser conscientes del miedo que nos había dado a todos un ratoncito. Se me escapó una leve risita. Pero estaban todas tan calladas, que me cortaron. Y me uní a su silencio.
Nos íbamos acercando, poco a poco, a la entrada de mi urbanización. Al entrar, mi madre y yo seguimos hacia la izquierda, hasta sentarnos en el banco del parque. Hacía buen día, el sol calentaba. Los pinos de alrededor estaban llenos de piñas, y había muchos piñones en el suelo. Me giré para mirar a Ana, y decirle si le apetecía coger alguno, como siempre. Pero Ana no estaba, y Cele tampoco.
-Mamá, ¿dónde está Ana?- le pregunté extrañada.
-Ana y Cele están allí- me indicó con el dedo-. Ellas se van a quedar allí un momento.
Al seguir su dedo, hacia un banco que había antes de entrar en mi portal, vi la diadema de mi tía Cele, inmóvil, como si tuviera la cabeza agachada, sentada en él. A Ana no la veía, pero intuía que estaba sentada a su lado, esperando, como yo, a descubrir qué estaba pasando.
Pasaron unos minutos y mi madre permanecía callada. Yo, mientras, me entretenía jugando con una hoja del pino que encontré en el banco.
-Mara…-, dijo mi madre, sin decir nada más.
-Mami, ¿qué tal está papá?- dije yo, esperando verle, impaciente.
-Papá está muy bien- contestó mi madre, pensándoselo mucho.
-Pero… ¿dónde está?
Hubo un silencio. Sólo oía el aire, que parecía tener voz propia. Las ventanas de alrededor se abrían, otras se cerraban. Una vecina sacudía su alfombra, quitando el protagonismo al viento, haciendo que mi atención se centrara en ella.
Mi madre me tocó, despacito. Intentó acariciarme la cabeza, pero su mano temblaba levemente. Rápidamente, juntó las dos manos, y las puso entre las piernas, al tiempo que se inclinó hacia adelante, como columpiándose en el banco, volviendo rápidamente a apoyar su espalda en él.
La miré un instante. Sus ojos estaban hinchados, rojos, igual que su cara. Los tenía muy mojados.
-Papá… - dijo, quedándose sin voz- está en el cielo.
No derramé ni una lágrima. Sólo grité. Durante dos minutos, sin parar. Tanto, que una vecina se asomó para ver qué pasaba, mientras mi madre le intentaba decir, entre llantos, que nos dejara tranquilas. Tanto, que me quedé sin aliento, sin voz. Sin poder moverme.
Ana lloraba, desconsolada. Vino corriendo a abrazarme. Y fue entonces cuando dejé que mis lágrimas huyeran, cuando vino ella a rescatarme. Entonces, mi madre nos abrazó a las dos. Y mi tía. Y las cuatro lloramos juntas.
Ese día mis lágrimas se agotaron. Y mi voz no ha vuelto a dar un grito igual desde entonces.
Quizá.
-Quizá es que no me quieres.
Esa frase fue la clave de todo. Ayer, Alberto estaba seguro de sus sentimientos, hasta que Bea pronunció esas palabras. Sin pensar lo que estaba diciendo. Como quien dice que está lloviendo. Sin darle importancia. Palabras automáticas, absurdas. Tan absurdas que, en el momento, no supo qué contestar.
Hoy no sabía si era lícito decírselo. Dos palabras que ya han perdido todo su significado. Que se han convertido en parte de la rutina. Como el que se lava los dientes. O, incluso, como pestañear. Le salían sin pensar.
Y ahora ha comprendido lo que significan. Y ahora duda que para Bea tengan ese significado. Teme que Bea se haya vuelto loca. O él, y que Bea tenga razón: que ya no la quiera. O que nunca lo haya hecho.
Hasta que hoy, al decírselo, se ha sentido raro. Ha sentido que, por primera vez, la estaba engañando. Es verdad, así estaba consiguiendo que dejara de quererla. Al mirarla, los ojos de Bea eran diferentes, tenían otro color. Las pupilas permanecían inmóviles, pequeñitas. Esta vez, no se hacían grandes. Miraba a Alberto como quien mira un cigarro en el suelo, encendido, abandonado en la calle, y pasa de largo. Alberto apartó su mirada, le estaba provocando asfixia. Tras unos segundos, ella quiso decir algo, pero prefirió guardárselo para sí. Esta vez, ella no le dijo nada.
Esta vez, sólo hubo silencio. Alberto no se atrevía a mirarla de nuevo, permanecía con la cabeza agachada, con la mirada fija en su mano, sin prestar atención a nada, pensando cómo reaccionar para salir del paso.
Oía, a lo lejos, la voz de Bea, pero no entendía qué estaba diciendo. Tampoco le importaba.
-Bea, me voy.
-¿A dónde te vas?
-Me voy de casa una temporada. No puedo seguir así, sabiendo que dudas de mí, que no me escuchas. Te da igual lo que te diga, lo que haga. Todo. Y por eso me voy. Creo que es lo que estás buscando. Que eres tú la que no sabes ni lo que quieres, y por eso, te dejo un tiempo para que te plantees si prefieres seguir así y perderme, o confiar un poquito más en mí. Poner de tu parte…
-Pero, Albert…
-No, Bea, esta vez soy yo el que va a hablar, y tú me vas a escuchar.
-Vale, pero déjame que te diga sólo una cosa.
-Habla-, dijo Alberto, moviendo las piernas como si se estuviera haciendo pis.
-¿Cómo voy a confiar en ti si a la mínima me dejas? Si eres tú quien no me escucha, quien huye.
-No huyo, afronto la situación. De momento no quiero hablar más –decía a Bea, sin mirarla, mientras cerraba la puerta con cuidado-.
En el ascensor, dudaba si pulsar el botón o salir y volver a casa. Y decirle a Bea que la quiere, sabiendo que iba a ser inútil, que ya no podía hacer nada para salvar la relación. Pero así, al menos, no sería él el que daba el paso hacia otro camino, sin ella. Así podría él ser la víctima, el abandonado y la culpa estaría un poquito más lejos de su vista. Así podría llegar a odiarla, por ser ella la mala, y gracias a ese sentimiento, olvidarla antes y empezar otra vida en la que no cupiera la impotencia. Se conformaba con poco, con dejar de lado la impotencia; pero eso significaba dejar a Bea. De repente, la puerta del ascensor se cerró sola. Sin que él apretara ningún botón. No le dio tiempo a reaccionar. Su mano marcó el cero. Cuando llegó abajo, se volvió de nuevo al ascensor. Quiso marcar el 3, pero su mano no respondía. Se había quedado tonta, como él.
De pronto, un vecino entró en el ascensor. Pulsó el 3. Cuando llegaron, el vecino le dio paso para que saliera, mientras él dudaba si salir o quedarse ahí, esperando a que alguien viniera a resolverle la vida.
No le quedó más remedio que salir. No podía mostrar su debilidad ante su vecino. Mientras salía, pensaba qué le diría ahora a Bea.
Llamó a la puerta. Bea apoyó su ojo en la mirilla, pero no pudo ver nada, se había empañado con sus lágrimas. Abrió, esperando y temiendo al mismo tiempo que fuera Alberto quien estaba fuera. Cuando lo vio, agachó la cabeza para esconder sus lágrimas y esa sonrisa que no era capaz de retener. Él acercó sus manos a ella, levantando su rostro para poder mirarla bien. Mientras Bea ponía resistencia, sus manos se fueron acercando lentamente hasta tocarle, hasta que logró abrazarle y así evitar que él viera su cara.
-Creo que ahora sí te creo…